domingo, 27 de octubre de 2013

Quodlibetum VIII: De las estructuras lógico-objetivas a la Teoría del Rol Social en el Derecho Penal

I

Una larga historia es la que transcurre desde que el concepto de imputación destacara como columna vertebral en la doctrina del jusnaturalismo racionalista del siglo XVIII y en la de los penalistas hegelianos del siglo XIX, pasando por el célebre Lehrbuch des Deutschen Strafrechts de von Liszt, cuyas concepciones positivistas, basadas en la tesis del causalismo naturalista,[1] dirigieron la atención de los penalistas hacia el concepto de la acción, influencia que se extendiera hasta el período post-bélico de las grandes guerras imperialistas de la centuria pasada, cuando el causalismo adoptó un matiz valorativo, lo que, de alguna irónica manera, abrió camino para que varios años después ganara espacio la teoría finalista de la acción de Welzel,[2] hasta llegar al último cuarto del siglo XX cuando resurgiera, en el pensamiento de Jakobs, el concepto normativo de la imputación, basado en el reconocimiento de la teoría del rol social.


En este corsi e ricorsi histórico en la ciencia del Derecho penal, fluyeron –como es natural suponer– múltiples elementos teóricos de significativa importancia que marcaron el fracaso, o el punto de partida de la crítica dialéctica, e incluso el éxito de algunos de los conceptos centrales que sirvieron de base para la construcción del edificio teórico de las diferentes doctrinas que, pretendiendo explicar el delito y su naturaleza, se sucedieron unas tras otras durante todos estos años. Este singular devenir del tiempo en este campo del Derecho define, precisamente, su especial carácter histórico condicionado por el que –como todo en la vida– nos es posible afirmar que el Derecho penal actual no es sino consecuencia del Derecho penal de ayer.[3]


Pero aún cuando esta importante característica del Derecho penal salte a la vista como una singularidad de suma importancia para sí, por todo lo que ella evidentemente implica, irónicamente resulta que hoy se hace muy poco frecuente encontrar juspenólogos que se detengan a analizar, esencialmente, las cuestiones fundamentales de su ciencia. En la mayoría de los casos,[4] si lo hacen, lo hacen dedicando muy cortos espacios de sus textos a estos importantísimos asuntos que se esconden con discreción tras bambalinas, y prefieren abundar en algoritmos prácticos, explicando cómo se resuelven determinados problemas. Ello se debe –con seguridad– a motivaciones de orden pragmático y utilitario[5] en la publicación de sus libros, probablemente impuestas –también– por las editoriales que acogen y patrocinan la noble empresa de la divulgación de ideas, aunque tan sólo sea para fomentar no más que ordinarios tecnicismos prácticos que “el medio” considera lecturables y vendibles.


Por eso, sobre la maleza de la dictadura de “el medio”, queremos alzarnos y protestar en este escrito contra tal statu quo editorial, una vez más,[6] analizando epistemológicamente los aspectos enclaustrados de la materia de fondo de la teoría del delito y aprehender así sus conceptos generales de manera esencial para lograr una mejor y cabal comprensión de la teoría del delito y del Derecho penal.


La intención aquí, en última instancia, es trazar las líneas generales sobre las cuales debería surcar el estudio pormenorizado que pretenda conocer las razones que definen e informan la teoría del delito y su concepto central de la imputación, lo que comprende también, por supuesto, el sentido práctico de su estudio, porque no hay mejor criterio de verificación de la teoría que la práctica, reconociendo al mismo tiempo que ésta sin la necesaria reflexión contemplativa que la inspire y explique en esencia, no pasará de ser burda creación empírica;[7] así como, de manera biunívoca, sucede que la pura abstracción teórica no sirve sino para elevarnos, arrogantes, hasta las alturas del etéreo τόπυς ουράνιον, desde donde perdemos perspectiva material de la realidad.


De lo que en buena cuenta se trata aquí es, pues, de entender el Derecho penal desde su raíz para aplicarlo y, desde la experiencia práctica, recoger los indicadores materiales que sirvan para ajustar la teoría, en dialéctica relación teórico-práctica. Porque cuando se entienden así las nociones fundamentales, sólo entonces, es posible no únicamente conocerlas sino, mejor aún, criticarlas.[8]

II


El asunto de la imputación constituye, hoy en día, el eje central en torno al cual giran las atenciones y preocupaciones teórico-prácticas de los estudiosos del Derecho penal contemporáneo; una suerte de moderno άρχή jurídico-penal que ha adquirido tal grado de importancia que, incluso, bien podría afirmarse que la actual teoría jurídica del delito no es sino, en sí misma, una teoría de la imputación. En la doctrina penal alemana, por ejemplo, es posible encontrar actualmente tratadistas que, siendo exponentes de vertientes doctrinarias diversas y diferentes entre ellas, sin embargo, a pesar del contraste de sus pensamientos, coinciden en ubicar el concepto de la imputación en el centro mismo de sus obras. Para citar tan sólo tres conocidos nombres, traigamos a la memoria los de Roxin, Jakobs y Hruschka.[9] Empero, por supuesto, esto sólo ha sido posible después de haber transcurrido ese largo proceso de evolución del pensamiento jurídico-penal reseñado líneas arriba.


Fuera de los desarrollos teóricos del jusnaturalismo en materia penal, centremos aquí la atención en las dos teorías del delito más resaltantes del último siglo y medio que nos precede: las del causalismo y finalismo, concepciones del Derecho penal que en su afán de definir el delito, así como los mecanismos de imputación del mismo a una acción determinada, a partir de consideraciones ontológicas, lograron trasladar sus explicaciones y contenidos al reino de la metafísica, por lo que, de manera legítima, cabe preguntarse qué valor científico puede reconocérsele a semejantes ideologías jurídico-penales que, a pesar de haber tenido posición dominante entre los penalistas, despreciaron la realidad de las cosas y los hechos, absolutizando inútilmente lo que no han sido sino, en verdad, categorías que reflejan en el pensamiento lo que acontece en el mundo objetivo y concreto. La respuesta al interrogante surge naturalmente, sobre todo cuando los efectos prácticos de tales ideologías –a los que no he de referirme ahora al detalle, pero que son de conocimiento público– nos enrostran la realidad de sus consecuencias a la hora de su aplicación.


Y es que sucede que las teorías del causalismo y finalismo se edificaron, casi por igual, sobre la base del reconocimiento[10] de unas estructuras lógico-objetivas que, de acuerdo a sus respectivas consideraciones doctrinarias de naturaleza ontológica, subyacen a la acción humana.


Me explico mejor: en la segunda nota del clásico “Nuevo Sistema del Derecho Penal. Una introducción a la doctrina de la acción final” de H. Welzel, se lee la siguiente proposición: “Estructuras lógico-objetivas (sachlogische Strukturen) son estructuras de la materia de la regulación jurídica destacadas por la lógica concreta (Sachlogische), que se orientan directamente en la realidad, objeto de conocimiento”.[11] Qué quiere decir esto; es decir, qué es una estructura lógico-objetiva del Derecho penal, en particular, y del Derecho, en general.


Parecería que la respuesta más adecuada a la cuestión nos la puede ofrecer, desde ámbitos extra-penales, el maestro vienés H. Kelsen, quien en el Capítulo I de su celebérrima “Teoría Pura del Derecho. Introducción a la Ciencia del Derecho”[12] esclarece el tema con el rigor gnoseológico que sólo la lógica formal le pudo proporcionar para formular sus esclarecedoras tesis. Según él, ya que existen dos mundos coetáneos en la realidad, uno el físico, llamado por la tradición del idealismo clásico alemán mundo del ser (Sein), y otro el abstracto, el de la consciencia social, el del espíritu objetivo,[13] denominado mundo del deber ser (Dasein),[14] existen también dos clases de relaciones lógicas –y por ende, relaciones de carácter ontológico,[15] según la consideración kelseniana de inspiración filosófica idealista moderna– que, de modo objetivo, subyacen[16] como razón en cada uno de estos dos espacios: una, la relación lógica de causalidad, y la otra, la relación lógica de imputación. Desarrollemos estas ideas a continuación.


Gracias a ciertas evidencias empíricas, se ha podido inferir que la primera de las antedichas relaciones –la de causalidad– es aquella que se presenta en el siguiente supuesto: dados dos eventos, A y B, A es causa de B si y sólo si se cumplen dos condiciones lógicas, dos sucesos importantes, a saber:

  • La ocurrencia de A es seguida de la ocurrencia de B; o,
  • La no ocurrencia de B implica la no ocurrencia de A.

Así pues, cuando dichos eventos (A y B) cumplen las dos condiciones anteriores, decimos que existe una relación causal entre ambos. En concreto, “A es causa de B” o, lo que es lo mismo, “B es efecto de A”. Eso es lo que entendemos por la relación lógica de causalidad, más conocida como Principio de Causalidad.


Ahora, si bien la no ocurrencia de B no tiene por qué estar ligada necesariamente a la no concurrencia de A en el segundo suceso, cierto también es que cuando se presenta entre ambas situaciones el nexo condicional correspondiente, la no ocurrencia de B deviene efecto necesario respecto de la no ocurrencia de A.


Esta condición resaltada –la necesidad mediadora existente entre A y B– diferencia ontológicamente la relación de causalidad de la relación de imputación, porque en ésta, dados dos eventos, A y B, B es consecuencia de A si y sólo si B representa el significado del acto de un individuo in­tencionalmente dirigido a la realización de algo,[17] y que, en consecuencia, es imputable a la condición A. En este sentido, B no puede ser consecuencia necesaria de A, sino sólo efecto probable, en tanto la regla de imputación medie entre ambos eventos.


Esta diferencia puede ser expresada a través de unas estructuras lógico-objetivas que revelan la disensión y oposición ontológica existentes entre una y otra relación lógica, concurrentes ambas, respectivamente, en los mundos del ser y del deber ser. La primera de las referidas relaciones se rige por la estructura “Si A es, entonces B es”. La segunda presenta la estructura “Si A es, entonces B debe ser”.[18]


Unos ejemplos aclararán la aparente (y sólo aparente) ininteligibilidad de tales estructuras: cuando decimos “si someto un litro de agua al fuego a 100°C, entonces el agua hierve”, subyace en esta proposición la primera estructura; pero si aseveramos que Pedro mata a Pablo, no podríamos afirmar con la misma naturalidad y situación de necesidad que en el anterior caso, que Pedro irá necesariamente a la cárcel, porque lo correcto sería, más bien, sentenciar que “si Pedro mata a Pablo, entonces Pedro debe ser sancionado con pena de cárcel”.


En lo más íntimo de estas estructuras, pues, resaltan con singular notoriedad dos particularidades de suyo propias: en primer lugar, mientras en la estructura “Si A es, entonces B es” se describe con generalidad un acontecimiento propio de la naturaleza de las cosas o, por mejor decir, de la naturaleza tal como ella es, que fluye en relación de un antecedente generatriz de un consecuente, en la estructura “Si A es, entonces B debe ser” se prescribe la consecución de un resultado que debiera ser la consecuencia imputable a una conducta realizada con anterioridad; en segundo término, se advierte que en el caso de la primera estructura rige, entre antecedente y consecuente lógicos, una relación de necesidad, ya que es evidente que B es consecuencia necesaria y forzosa de A,[19] mientras que en el segundo caso se presenta una relación de probabilidad, dado que B es consecuencia posible que, de presentarse entre las situaciones representadas por A y B, el nexo objetivo que las relacione, sería imputable a su antecedente A.


He aquí las estructuras lógico-objetivas que se corresponden con las teorías causalista y finalista del delito, respectivamente.


Ahora bien, fuera de los problemas prácticos que ambas teorías presentan en el plano de la aplicación práctica,[20] el inconveniente real en estas consideraciones teóricas, en las que se percibe una clarísima influencia kantiana,[21] radica en que ambas estructuras lógico-objetivas son asumidas como objetos de la razón que poseen existencia objetiva e independiente de las cosas mismas y, por lo mismo, constituyen formas puras, pre-empíricas, del entendimiento humano. De ahí que siendo estructuras lógico-objetivas de los mundos antedichos, sean consideradas, al mismo tiempo, estructuras ontológicas, formas a priori del entendimiento que informan los fenómenos que reflejan los objetos,[22] las cosas en sí, provistas de espacio y tiempo que el hombre les proyecta.


Aún así, H. Welzel, compartiendo estos postulados de manera evidente aunque tácita,[23] y dejándose seducir por el pensamiento ontológico de N. Hartmann –aunque lo negase en todos los idiomas– y por la psicología –llevada al extremo de psicologismo– de R. Hönigswald, K. Bühler y Th. Erismann, consideró que “la acción humana es ejercicio de [una] actividad final… es, por tanto, un acontecer ‘final’ y no solamente ‘causal’”, idea que parece constituir, en verdad, una especie derivada de la ley de imputación kelseniana[24] porque resulta evidente que todo deber ser apunta siempre a la realización de un fin predeterminado,[25] que es lo que constituye el eje central de la teoría finalista de la acción.


Efectuado entonces estos análisis precedentes, es posible concluir que una estructura lógico-objetiva del Derecho en general, y del Derecho penal en particular, es una estructura lógica que, como forma del entendimiento puro, pre-existe a los objetos de los mundos del ser y del deber ser, y expresando una realidad de modo objetivo –siempre de acuerdo a la consideración del idealismo clásico alemán–, subyace a la realidad concreta, resultando así el verdadero objeto del conocimiento, lo que no las cosas mismas sobre las que se proyectan.


De esta manera, quedan respondidas las preguntas formuladas párrafos arriba, no tanto para satisfacer inquietudes meramente intelectuales, como sí para advertir juiciosamente que de estos presupuestos ontológicos se derivan importantes consecuencias categoriales en el campo de la teoría del delito –hasta aquí, ora causalista, ora finalista–, entre ellas, las que se refieren a la comprensión acerca del contenido del concepto libertad de actuar de la persona; o la que es la misma que se refiere a la definición de acción; o aquella que constituye el objeto de protección del Derecho penal que es lesionado o amenazado por dicha acción, esto es, el bien jurídico; y, una más central aún, que es la que corresponde a la concepción de la imputación de un hecho dado –que se reputa ilícito y culpable– a la acción de una persona.


En todos los casos, sin embargo, las referidas derivaciones no superan el ámbito de lo estrictamente metafísico, lo que nos lleva a buscar definiciones más realistas y apartadas de la metafísica o, por mejor decirlo, nos impulsan a reclamar concepciones más funcionales, dialécticas, en relación a la realidad social actuante, esto es, la materia del mundo social. Esta búsqueda nos lleva hasta el profesor G. Jakobs y su pensamiento jurídico-penal.


III

En el campo de la teoría de la imputación, Jakobs considera que toda persona es portadora de un rol, el que desempeña en el mundo social y en razón del cual el sujeto reconoce la posición que ocupa en la realidad.


Este reconocimiento, a su vez, es portador de un doble beneficio: por un lado, identifica a cada sujeto en el mundo social en función de su rol y, con tal determinación, permite, por otro lado, que los demás ciudadanos sepamos a qué atenernos con tal sujeto.


Este esquema básico de interrelación social pone de manifiesto una estructura dual del rol social porque evidencia que éste se compone de un aspecto formal, que no es sino la identificación del sujeto en el mundo social, y de un aspecto material, integrado por un haz de deberes y derechos coligados a ese rol. Así, esta dual estructura sienta las bases que permiten la interrelación entre las personas en la sociedad, es decir, la comunicación social.


Ahora bien, de lo anterior se puede inferir lógicamente que si el rol identifica a cada sujeto en la sociedad, al mismo tiempo da la medida de su propia responsabilidad social porque fija el ámbito o esfera –una suerte de segmento de la realidad– de su competencia personal donde asume la condición de administrador, de gestor de su espacio de responsabilidad.


Hecho este reconocimiento es posible afirmar que si la administración que efectúa la persona en su ámbito de responsabilidad es correcta, el sujeto afianza las expectativas sociales con su conducta y fomenta la capacidad de orientación normativa; pero si es incorrecta, entonces defrauda las expectativas sociales y la sociedad se lo demanda imputándole una responsabilidad por su mala gestión en la administración del segmento social que le correspondía en función de su rol.


El quebrantamiento del rol es, pues, como dice M. Polaino-Orts, “la llave que abre la puerta de par en par a la imputación penal sobre la base de la infracción de una norma jurídica”.[26]


Esto último se explica porque el sujeto que infringe su rol quebranta al mismo tiempo la vigencia de la norma, con lo que defrauda las expectativas sociales, lo que amerita –de darse el caso– un reproche jurídico por su proceder. En esto consiste, precisamente, la imputación: en la acreditada desviación del rol social, es decir, en “el quebrantamiento o la inobservancia de alguno de los deberes inherentes al rol, pero ninguno que quede al margen o fuera de ese rol, esto es, extramuros de ese ámbito de organización”.[27]


Con razón, y sobre la base de estos presupuestos, Jakobs dirá entonces: “el Derecho penal reacciona frente a una perturbación social; ésta no puede disolverse de modo adecuado en los conceptos de sujeto aislado, de sus facultades y de una norma imaginada en términos imperativistas. Por el contrario, hay que partir de los correspondientes conceptos sociales, de los conceptos de sujeto mediado por lo social, es decir, de la persona, del ámbito  de la competencia y de la norma como expectativa social institucionalizada.”[28]


La concepción jakobsiana de la imputación constituye un magnífico ejemplo de la aplicación de criterios epistemológicos de orden social, centralmente terrígenos y portadores de un manifiesto rechazo –esperaríamos para siempre– a la metafísica actuante en el Derecho penal del siglo XX, extensible aún hoy en día. Lamentablemente las imprecaciones de las que se ha hecho merecedora, al igual que su obra mayor –el llamado Derecho penal del enemigo–, poco o nada tienen que ver con el carácter científico de la teoría y de las reflexiones que la originaron. Esta es, sin embargo, la línea de discusión por la que no debería transitar el debate, aunque desgraciadamente es la que se ha venido inflamando con especial entusiasmo.


No en vano resalta Polaino-Orts en este caso que “si Jakobs no hubiera designado el fenómeno legislativo que describía en el término Derecho penal del enemigo, sino con otros menos alarmantes (‘Derecho de defensa de peligros’, ‘Derecho de peligrosidad criminal’ o ‘Derecho de neutralización de riesgos’, por ejemplo, que todos ellos designan lo que el autor pretende designar), probablemente el revuelo organizado en torno a la cuestión no se hubiera producido”.[29]


Pero las diatribas y maldiciones lanzadas contra Jakobs y su teoría sólo son eso. No constituyen sino el recurso más cómodo y acostumbrado del que se suele echar mano para adjetivar primero, buscando el desmerecimiento ad personam, y obtener el beneficio de librarse del caballeresco deber de argumentar para confrontar en escenario de ciencia.


Ante tan lamentable situación, bienvenida sea entonces la crítica que se inspire en auténticos juicios científicos. Y ante las invectivas de toda jaez, pronúnciense las inteligentes palabras del viejo florentino: “segui il tuo corso, e lascia dir le genti”. 



[1]  El causalismo naturalista concebía la acción, en esencia, como el proceso de modificación del mundo exterior que es causado por un impulso voluntario. Von Liszt, definió la acción como “la producción, reconducible a la voluntad humana, de una modificación en el mundo exterior” (sic., García Cavero, Percy, “Lecciones de Derecho Penal. Parte General”, Editora Jurídica Grijley, 2008, página 278).
[2] Gestada en la década de los años 1930, define la acción como la efectivización de un acto consciente que se dirige a realizar (alcanzar) un fin pre-determinado por quien lo ejecuta.
[3] Cfr. Polaino Navarrete, M., “Lectio Doctoralis: Quince minutos de Derecho Penal”, discurso de investidura como Doctor Honoris Causa del Prof. Dr. Dr. H. C. Mult. Miguel Polaino Navarrete por la Universidad de Huánuco, leído el viernes 8 de junio de 2007. Editora Jurídica Grijley E.I.R.L., Lima, 2007.
[4]  Salvo los expresos y muy especiales conocidos casos que diferencian al autor científico del autor práctico del Derecho penal.
[5]  Nota propia de la época que se vive.
[6] Cfr. Pacheco Mandujano, L. A., “Acerca de las estructuras lógico-objetivas de la teoría finalista del delito. Breve esbozo jusfilosófico para una crítica mayor al ontologismo subyacente en el finalismo welzeliano”, en: Revista “Gaceta Penal & Procesal Penal” (una publicación del Grupo Gaceta Jurídica), Tomo 28, Lima, octubre de 2011, páginas 387–390.
[7] Cfr. Kant, I., “Principios Metafísicos del Derecho”, traducción de G. Lizárraga, Librería de Victoriano Suárez, Madrid, 1873, página 41, cuando dice: “la ciencia puramente empírica del Derecho es, como la cabeza de las fábulas de Fedro, una cabeza que podrá ser bella, pero tiene un defecto y es que carece de seso”.
[8]  En el sentido más dialéctico que el término merece.
[9]  Cfr. Mir Puig, Santiago, “Significado y alcance de la imputación objetiva en derecho penal”. En: Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología. 2003, núm. 05, p. 05:1. ­ ISSN 1695-0194. http://criminet.ugr.es/recpc/05/recpc05-05.pdf
[10] Este reconocimiento hace posible que tales sistemas penales, más que sólo teorías del delito, sean, en verdad, expresiones acabadas de una suerte de gnoseologías del delito. Al respecto, cfr. Gracia Martín, Luis, “El finalismo como método sintético real-normativo para la construcción de la teoría del delito”, en: Universidad Inca Garcilaso de la Vega, “Libro Homenaje por el XXV Aniversario de la Fundación de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas. Parte General de Derecho Penal, Política Criminal y Derecho Penal Económico”, Composición e Impresión Editora Jurídica Grijley, Colección Biblioteca de Derecho de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, página 79 y ss.
[11] Cfr. Welzel, H., “El Nuevo Sistema del Derecho Penal. Una introducción a la doctrina de la acción final”, traducción y notas por J. Cerezo Mir. Reimpresión, editorial B de f, Montevideo, Buenos Aires, 2002, páginas 31.
[12] Para estos efectos, cfr. Kelsen, Hans, “Teoría Pura del Derecho. Introducción a la ciencia del Derecho”. Traducido por Moisés Nilve. 18ava. edición (de la edición en francés de 1953), Buenos Aires, EUDEBA 1982.
[13] Para recordar –por lo menos con el solo término– a G. W. F. Hegel.
[14] La concepción de un mundo del ser y otro del deber ser no es sino, como se sabe, una clásica consideración gnoseológica sobre la realidad, propuesta por el filósofo de Köenisberg, I. Kant. Su aplicación teórico-práctica en el ámbito del Derecho corresponde, entre otros varios, a Kelsen (cfr. Kelsen, H., opus cit., páginas 15 y siguientes).
[15] Como es sabido, la lógica formal aristotélica ha sido, desde la antigüedad, pasando por el medioevo y la modernidad, la base misma de la ontología. Al respecto, cfr. Redmond, W., “La naturaleza de la lógica según Espinoza Medrano”, en: Pontificia Universidad Católica del Perú, “Humanidades”, Revista del Departamento de Humanidades, 1970-1971, tomo 4, páginas 244 y siguientes. Y si se considera –como corresponde– que la ontología resulta siendo la parte central de la metafísica (cfr. Grenet, P. B., “Ontología”, Curso de Filosofía Tomista, tomo 3, Editorial Herder, Barcelona, 1980, página 14), debe entonces concluirse que la conexión entre lógica y metafísica –conforme a lo anteriormente señalado– marca también una inextricable unidad entre ambas (cfr. Pacheco Mandujano, L. A., “Teoría dialéctica del Derecho”, Ideas Solución Editorial, Lima, 1ª edición, 2013, página 31). Precisamente en este sentido, considerar que ya en Aristóteles –e incluso antes, con Parménides–, como ha puntualizado J. Marías al analizar el sentido del lógoz en el pensamiento filosófico del estagirita,  se halla que “la lógica no es otra cosa que metafísica” (sic. Marías, J., “Historia de la filosofía”, página 72). De la misma manera, es de recordar que en el pensamiento de Hegel la lógica tuvo la misión de edificar conceptos, a la vez que buscó descubrir las leyes generales del ser, sentido en el cual, como ha afirmado R. Verneaux (profesor de filosofía moderna del Instituto Católico de París durante los años 80 del siglo XX), “en una filosofía idealista no puede haber distinción entre lógica y metafísica” (sic. Verneaux, R., “Historia de la filosofía moderna”, Editorial Herder, Barcelona, 1984, página 229).
[16] Que es, más o menos, lo mismo que decir “se orientan directamente en la realidad, objeto de conocimiento”, como ha puntualizado Welzel en la ya citada segunda nota de su libro.
[17] B debe hacer algo, no por una afirma­ción de ser tal como “B hace o hará lo que le ordene A”, porque, en realidad, B puede no hacer lo que A le ordena. Que B debe hacer algo, es el significado subyacente al acto de ordenar, esto es, el significado que este acto tiene desde el punto de vista del ordenador.
[18] En la estructura lógica “Si A es, entonces B debe ser” se pone de manifiesto una suerte de síntesis de la estructura del mundo del ser y del mundo del deber ser, toda vez que el punto de partida de la relación de imputación, esto es, su antecedente, no es sino un hecho afirmado tal como la causa de la relación de causalidad lo es, mientras que su efecto es una consecuencia que, siendo un consecuente a ser valorado conforme a la naturaleza del mundo del deber ser, puede ser imputada a su referida condición lógico-objetiva. Esta síntesis revela el carácter ecléctico, y por tanto idealista, metafísico, del planteamiento welzeliano. Al respecto, cfr. Welzel, H., “Fahrlässigkeit und Verkehrsdelikte”, Vortrag gehalten vor der Jur, Studienges in Karlsruhe am 23 Juni 1960; zur Dogmatik der fahrlässigen Delikte, Karlsruhe, páginas 1 y ss.
[19] Tiempo después de la publicación de su teoría pura, Kelsen revisó las metodologías científicas que propusieron, sobre bases físico-cuánticas, que el Principio de Causalidad no significaba la forzosa aplicación de un criterio de necesidad, sino sólo la expresión sintética de un cálculo estadístico en función de un coeficiente de posibilidades. Sin embargo, este desarrollo científico de la física no influyó en Kelsen para cambiar de opinión, en esencia, sobre el denominado principio de causalidad. Al respecto, cfr. Enciclopedia Jurídica Omeba, tomo XV, Editorial Bibliográfica Omeba, Buenos Aires, Reimpresión 2005, página 247.
[20] Como el problema del regreso irrestricto hacia anteriores cadenas causales ad infinitum, en el caso del causalismo, o la dificultad de resolución que presenta el asunto de la conducta culposa que no representa la realización de una conducta consciente dirigida a la realización de un fin predeterminado, en el caso del finalismo.
[21] En el caso de Kelsen, por ejemplo, la filosofía kantiana es la fuente filosófica que le sirvió para la construcción de su “Teoría Pura del Derecho”. Al respecto, cfr. Recaséns Siches, L., “Tratado General de Filosofía del Derecho”, séptima edición, Editorial Porrúa, S. A., México, 1981, página 406.
[22] Naturales y sociales.
[23] Cfr. Welzel, H., opus cit., páginas 30 y ss.
[24] Lo que no resultaría nada extraño si se considera que los prolegómenos de la “Teoría Pura del Derecho” de Kelsen se encontraban en formación desde 1909, y encontraron concreción, pasando por el “Reine Rechtslehre” de 1934, en su “Théorie pure du droit. Introduction a la science du droit” de 1953; mientras que las ideas fundamentales de la doctrina finalista de la acción de Welzel se publicaron en el artículo titulado “Kausalität und Handlung” de 1931, y, sobre todo, en su manual “Das deutsche Strafrecht” de 1960.
[25] Definición racional que compatibiliza coherentemente con el postulado desarrollado en la nota 17 de este mismo escrito.
[26] Sic. Kindhäuser, U., M. Polaino-Orts y F. Corcino Barrueta, “Imputación objetiva e imputación subjetiva en Derecho Penal”. Prólogo de M. Polaino Navarrete, Editora Jurídica Grijley, Lima, 2009, páginas 35-36. El resaltado es del propio autor.
[27] Ídem, página 42.
[28] Sic. Jakobs, G., “Sociedad, norma y persona en una teoría de un Derecho Penal funcional”; Editorial Civitas, 1996, página 50.
[29] Sic. Polaino-Orts, Miguel, “Lo verdadero y lo falso en el Derecho penal del enemigo”, Prólogo de G. Jakobs, Editora Jurídica Grijley, Lima, 2009, página 35.